En la tierra de mis raíces

Llegué el domingo a medianoche a la tierra de mis raíces. Hacía frío, ese frío que sientes nada más bajar del autobús por el que sabes que no te has equivocado de lugar, que estás en la misma tierra de siempre. En invierno el frío marca la personalidad de esta ciudad, pero en verano también a veces se escapan ráfagas que te recuerdan dónde estás. El termómetro de fuera de la estación marcaba 12 ºC. Camino de casa el silencio era total, sólo el ruido de mi maleta sobre la acera. No vi un alma en la calle. El lunes la

Llegué el domingo a medianoche a la tierra de mis raíces. Hacía frío, ese frío que sientes nada más bajar del autobús por el que sabes que no te has equivocado de lugar, que estás en la misma tierra de siempre. En invierno el frío marca la personalidad de esta ciudad, pero en verano también a veces se escapan ráfagas que te recuerdan dónde estás. El termómetro de fuera de la estación marcaba 12 ºC. Camino de casa el silencio era total, sólo el ruido de mi maleta sobre la acera. No vi un alma en la calle.

El lunes la ciudad olía a lluvia, pero no a lluvia de ciudad, sino a tormenta de verano -casi otoño- de pueblo, de esas a las que mi madre me tenía prohibido abrir las ventanas y las puertas. Esas que yo disfrutaba si me pillaban fuera de casa, bajo las que me demoraba en llegar a un refugio, con sus goterones gordos sobre las piedras, y los riachuelos que se iban formando en las calles. Pero casi siempre me pillaban en casa, y entonces la lluvia era un repiqueteo en el tubo de la chimenea, y gotas y más gotas que caían sobre la claraboya del granero.

El granero era un lugar mágico, tenía -y tiene- un agujero en el suelo por el que antes se pasaba el trigo al piso de abajo, y por el que después nos asomábamos de niños para ver a mi padre en la cochera. El granero era mágico también porque tenía vigas en su techo inclinado, estaba pintado de cal mezclada con azulete, y albergaba cosas inverosímiles como un reclinatorio de madera, una enorme y vieja palangana de porcelana, un colchón mohoso y un armario lleno de misterios. Al fondo había una puerta pequeñita que daba un falsa oscura en la que no nos atrevíamos a entrar, y en el techo estaba la claraboya por la que entraba la luz y a veces las goteras. Desde allí las tormentas sonaban diferente.

Creo que este fin de semana no iré al pueblo. Estoy aquí, trabajando frente a mi ordenador y todavía no he localizado a quien me lleve. El autobús salió el jueves y no habrá otro hasta el lunes. Mi idea era pasear arriba y abajo de el Collado y de la Dehesa, a ver si me encontraba a alguien del pueblo y le dejaba caer casualmente si me podría llevar… Sin embargo estoy perezosa, un poco antisocial, y aunque me apetece muchísimo llegar a mi pueblo, abrir mi casa, entrar en el granero y comprobar que sigue igual que siempre, no me siento con las fuerzas de sociabilizar para que alguien me lleve.

Aprovecharé para disfrutar de esta ciudad que también es como un pueblo. Llegué aquí el lunes, pero el martes y el miércoles los pasé en Madrid, donde cené con una niña-mar, me desvelé escribiendo versiones inconclusas, y comí con una niña-nube. Volví con un regalo mágico debajo del brazo, que me sirvió para contar cuentos en el autobús de regreso. El jueves me disfracé de periodista eficiente y trabajé y trabajé como una señora seria. Hoy viernes tengo ganas de descansar, y empiezo a sentir otra vez ganas de escribir (creo que son los efectos secundarios de cierto gel azul -y es que con los geles azules nunca se sabe-).

Y así discurren estos días en la tierra de mis raíces, por fin sola, por fin sentada en la galería de mi casa, mi rincón preferido, con un libro, un cuaderno, un bolígrafo y un té.

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