Tamaño Nuria: El microondas

El microondas dejó de funcionar un jueves por la tarde. Tenía ya 14 años y a nadie le extrañó. Así y todo el viejo microondas encontró una nueva oportunidad junto a los cubos de basura. Allí mi padre se había encontrado —según nos contó— con un señor que le explicó que lo único que le fallaba era una pieza y que era muy fácil de cambiar. Se ofreció incluso a vendérsela por 5 euros, ya que casualmente la acababa de sacar de otro aparato roto.

Cosa rara en mi padre, tan aficionado a inventar y a «arreglar» cualquier cosa que se le ponga por delante, no hizo caso a aquel hombre y subió a casa sin el «testarro», para tranquilidad de mi madre. Al poco, se arrepintió y bajó para recuperarlo, pero ya era tarde: alguien —probablemente el entusiasta cambia-piezas— se lo había llevado.

Tocaba, pues, comprar un nuevo microondas. Nos encargamos mi hermano mayor y yo. Elegimos uno de marca desconocida y buen precio, y fuimos conscientes, sin decírnoslo, de que un microondas que durara tanto como el anterior es muy probable que sobreviviera a nuestros padres.

El antiguo estaba situado en la terraza (cerrada casi desde que tengo uso de memoria) pero, aprovechando el cambio, mis padres decidieron buscarle un nuevo hueco: en la entrada de la estrecha y alargada cocina, como si fuera un vigilante de todo lo que allí sucediera, sobre un armario que había fabricado mi padre con cuatro tablas que había encontrado «por ahí».

Como era de esperar, en cuanto intentaron moverlo un poco, el armario se deshizo como un castillo de naipes y ese fue el panorama que nos encontramos mi hermano mayor y yo al llegar: tablas por el suelo, mi padre y sus 86 años acalorado de rodillas tratando de montarlas y mi madre haciéndonos señas de que mejor no dijéramos nada.

Nos costó convencerle de que había que buscar otra solución y estuvimos mirando opciones en una ferretería y en internet, pero mi padre ya lo había resuelto por sí mismo: en nuestra siguiente visita el nuevo microondas lucía flamante sobre otro armario-estantería que había recogido años atrás —no quisimos preguntar dónde— y que había estado aguardando todo ese tiempo en el camarote «por si acaso».

 

Sin duda, el microondas ha encontrado su sitio. Hoy mi madre me explicaba muy ilusionada lo bien que luce ahí por las tardes. «¿Por las tardes?». «Sí —ha apagado la luz y ha metido una taza de agua para ponerlo en marcha y enseñármelo—. ¿Ves qué profundidad? Ayer me quedé un buen rato mirándolo».

Tiene razón. La taza daba vueltas en el centro de aquel rectángulo iluminado y lo que antes era un electrodoméstico ahora era un atisbo de infinito. La luz del microondas, además, convertía la mesa y las sillas en algo distinto. Las alejaba de nuestra mirada cotidiana y nos devolvía su pequeña alma de objetos que habitan, igual que nosotras, esta casa.

Nos hemos quedado unos segundos en silencio; en aquel rincón de su cocina hoy mi madre me ha descubierto el arte.

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