En Mourioux, en mi infancia, a veces mi abuela, para divertirme cuando estaba enfermo o tan sólo inquieto, iba a buscar los Tesoros. Así llamaba yo dos cajas de hojalata ingenuamente pintadas y llenas de abolladuras, que antaño habían contenido galletas, pero que entonces escondían alimentos muy diferentes: lo que mi abuela sacaba de ellas eran objetos llamados preciosos y su historia, una de esas joyas transmitidas que son la memoria de la gente humilde. Complicadas genealogías colgaban con los abalorios de las cadenillas de cobre; había relojes detenidos en la hora de un antepasado; entre anécdotas que se desgranaban siguiendo las cuentas de un rosario, había monedas que llevaban, con el perfil de algún rey, el relato de una donación y el nombre plebeyo del donante. El mito inagotable autentificaba su prenda limitada; la prenda brillaba débilmente en el hueco de la mano de Élise, en su delantal negro, amatista desportillada o anillo sin pedrería; el mito que se derramaba dulzonamente de su boca suplía el engaste de los anillos y depuraba el brillo de las piedras, prodigaba toda la joyería verbal que estalla en los extraños nombres de los abuelos, en la centésima variante de una historia conocida, en los motivos oscuros de los matrimonios, de las muertes.