Rainymood

Me pongo los cascos. Me aíslo. Entiendo las noticias de tragedias. Esas que salen en la tele y una se pregunta «¿pero cómo llegaron a ese punto?» o «¿cómo no se dio cuenta antes?». En las noticias las tragedias siempre ocurren fuera. Lejos. O cerca. Tal vez en el barrio, incluso en nuestro edificio. Pero nosotros estamos a salvo, en casa, sentados frente al televisor.

Aquí el televisor nos devuelve imágenes de una película tonta de San Valentín. Una ejecutiva que se levanta una y otra vez en el mismo día hasta que consigue conectar con su alma gemela. Sí, como «Atrapado en el tiempo». Como atrapados estamos nosotros una y otra vez en el mismo día, sin salida, sin amor ni hada madrina que resuelva todo con un consejo sabio, amable, inútil.

He mentido a mis padres. Les he dicho que aquí, encerrada en la habitación, con los cascos, no me llegan los gritos. Los «por favor» cada vez en tono más alto. «Que lo echen ya por favor de casa», me repito mientras suena la tormenta en los auriculares y los gritos de fondo en el salón.

Mi madre entra a decirme algo de una camiseta. Apenas le presto atención. Que la quiere colgar cerca del radiador, que aún está húmeda. Hay un sorprendente silencio al otro lado de la pared. Mi madre sale y por un momento pienso que él se ha ido sin conseguir el dinero que pide una y otra vez; es un espejismo, vuelve a la carga. Que no puede más, dice. Que se tiene que ir. Este es el asalto tercero en el día y ya hace rato que empezó. Ahora es mi madre quien levanta la voz y entonces sé que está ya al borde, agotada, que con tal de librarse de él va a hacer lo que no tendría que hacer, pero el límite es el límite y él lo sabe. Le dará dinero. Pueden ser 5 euros, o 10 o 20. Qué más da. Incluso ha sido mucho peor. Todos los ahorros de mis padres han ido saliendo así, en pequeñas o grandes cantidades, como esas gotas de agua que caen sobre tu frente una y otra vez hasta que acaban matándote.

Mi madre ahora habla sola. No sé cómo resiste. En un ataque de rabia entra a la habitación de su hijo, esa persona que una vez fue mi hermano, le deshace la cama y tira sábanas, edredón y almohadas al suelo. Es una escena que sucede muchas veces. Ya no le digo nada porque para qué.

Me repito a mí misma que yo aquí solo estoy de paso. Todo parece un callejón sin salida, aunque no es verdad. Podrían echarlo de casa. Podrían un día no abrirle la puerta. Podrían irse ellos a su otra casa, aunque sea en otra ciudad. Incluso podrían irse a casa de mi otro hermano, el que siempre tiene una puerta abierta. Podrían… yo qué sé.

Pienso mucho en una frase de Carmen Martín Gaite: «Nunca está uno libre; el que no está atado a algo, no vive… Las verdaderas ataduras son las que uno escoge, las que se busca y se pone uno solo, pudiendo no tenerlas». Pero hay ataduras que sostienen y hay ataduras que oprimen. Soy testigo de esa elección y no puedo hacer nada. Asisto, cual cámara fija, a cómo tensan cada vez más el nudo hasta asfixiarse.

Me escondo tras ese loop de lluvia y truenos llamado Rainymood. Escribo en directo para desahogarme; las palabras siempre como último refugio.

Mi madre vuelve a entrar en mi habitación, recoge otra ropa, me dice algo de la lavadora. Me cuenta que esta noche cenaremos crema y la vida sigue en esta casa, un día más, como otros. La tormenta encerrada en un paréntesis de lluvia, ropa recién lavada y crema de calabacín.

Deja una respuesta