La verbena

Hubo algún tiempo en el que tal vez me gustó la verbena del pueblo. Las fiestas, los bailes en la plaza. Es un tiempo que pertenece a un pasado que no recuerdo, pero sé que existió porque las amigas de mi abuela, la mayoría ya fallecidas hoy, guardaban en su memoria lo «salada» que yo era de pequeña moviéndome al son de «los pajaritos» y tenían a bien recordármelo año tras año. Su memoria envolviendo a la memoria de esa niña diferente que en cuanto creció un poco dejó de ir a la plaza.

Recuerdo hoy, un viernes en el que son las fiestas del barrio en casa-padres (ya solo casa-madre) mientras suena la música en la plaza detrás del edificio y preveo una noche de no dormir, un texto que escribí en una de mis vidas pasadas, un 26 de junio de 2005 en Sitges. Sigue tan vigente a pesar de los años y del cambio de escenario que lo rescato aquí:

Recuerdos de verbena

Hoy hace una noche perfecta. El calor bochornoso del día ha desaparecido y sopla un vientecito fresco. Regreso a casa tras un paseo por el mar y me encuentro con que son las fiestas de mi barrio. La plaza está llena de mesas y gente comiendo y bebiendo, y a un lado algunos bailan al son de una orquesta. Estoy ante una típica verbena de pueblo, con sus abuelitas bailando pasodoble, los niños jugando a tirar petardos, las parejas maduras compenetradas en el baile, los jóvenes haciendo como que bailan bailes antiguos y los mayores haciendo como que bailan bailes modernos.

Yo, como siempre, estoy de observadora. Ése ha sido siempre mi papel. Nunca me apetecía bailar, nunca quería integrarme en esa escena. En los veranos de pueblo la observaba sintiendo que había todo un abismo entre aquella gente y yo. Si alguien se acercaba y me pedía bailar, me negaba rotundamente. Pero tampoco podía quedarme en casa, alguna extraña fuerza me llevaba siempre a observar aquella escena desde mi otro lado del cristal. Mis padres hacían lo posible para que me integrara. A mi madre no le gustaban demasiado los bailes, pero salía a la plaza para acompañarme, y mi padre solía sacarme a bailar un pasodoble o un vals. Ahora me enternece su gesto, pero entonces sólo quería que me dejaran sola.

No sé cuándo empecé a formar esa barrera entre el resto del mundo y yo, pero no siempre fue así. Mi madre y las hermanas de mi abuela me suelen recordar lo «salada» que yo era de niña, y lo mucho que se divertían viéndome bailar sola en el medio de la plaza «los pajaritos». Dicen que a mí me gustaba mucho bailar, pero yo no recuerdo esa época.

Al principio, la distancia abismal entre la vida de la verbena y yo me dolía como algo propio que en realidad es ajeno. Como saberse parte de algo y no poder pertenecer a ese algo. Como un árbol que de forma misteriosa hubiera podido crecer con las raíces tres palmos por encima de la tierra que debería alimentarle. Como si sólo un gesto sirviera para adentrarse en la vida que nos pertenece, pero algo tirara de nosotros y nos impidiera ese gesto.

Después, aprendí a acomodarme en mi lado del cristal, y las escenas al otro lado ya no me dolían como propias. Sucedían delante de mí, simplemente, y yo nada tenía que ver con ellas. No quería pertenecer a ellas. Sólo las observaba. Más tarde incluso dejé de ir a la plaza y me limitaba a escuchar la música desde mi habitación mientras trataba de dormir como si fuese un día más.

Y hoy estaba otra vez ante una verbena de pueblo. Pero hoy era distinto, porque sonreía viendo la escena, y además tenía ganas de bailar. Sonreía pensándome con ganas de bailar. No me sentía muy distinta a la niña que una vez bailaba «los pajaritos». Y el viento me ha traído unas palabras «Baila. Sola o no. Baila como quieras pero no te quedes observando, no te pierdas nunca poder disfrutar».

«No te quedes observando». Esa frase viene de otro mundo, atraviesa el cristal y sacude mi espacio. Pero en ese momento la sacudida es tan violenta que me tambaleo y ya no puedo seguir allí. No puedo seguir observando, pero no puedo participar de la escena. La sonrisa de antes me tiembla. ¿En cuál de los dos lados estoy? ¿En cuál quiero estar? Decido regresar a mi refugio de palabras. Lo leí ayer mismo, «para reflexionar sobre algo, yo, previamente, necesitaba plasmar ese algo por escrito».

Escribo y observo. La música suena a lo lejos tras mi ventana. Observo y escribo. Los recuerdos. Los deseos. Los espejismos.

Lo sé, tendría que haber bailado.

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