Leo Los secundarios de Isabel Bono del tirón, con un paréntesis de unas horas, en realidad, el tiempo que he tardado entre comenzar a leerlo en una librería y acudir a la biblioteca del barrio para seguir leyendo. Sí, mantengo la costumbre de leer novela solo de la biblioteca y de gastar mi presupuesto en libros de poesía, ahí tengo Pan comido, Lo seco y Me muero para compensar.
Llego a la página 115 de Los secundarios y Amalia me gana cuando cita a Carmen Martín Gaite y su «lo raro es vivir». Interrumpo la lectura porque me dan ganas de escribir a Bono o Amalia —cualquiera de las dos sería una interlocutora válida ahora mismo— para contarles que no es verdad que no nos preparen para la muerte.
Ahí está mi padre, que cuando en enero, a los 88 años, le dijeron que tenía un tumor «serio y agresivo» después del susto inicial «pero si estoy muy bien, si ni siquiera me escuece el pito» dijo a la médica, se puso a diseñar un mueble en un papel. «¿Qué es ese dibujo?», le pregunté. «Un mueble para el cementerio, para poner mis cenizas, las mías y las de todos, voy a hacer 5 huecos y uno más para Cristina».
Cristina, mi guapa, es mi pareja; cuando me pregunten si mi padre tuvo alguna vez algún problema con tener una hija lesbiana podré contar la historia del mueble funerario. La prueba de que 16 años después ella ya se ha integrado en la familia es que en vez de parecerle una rareza (como cuando le dije, en nuestra segunda cita, que quería que me enterraran en mi pueblo) se lo tomó como la mayor muestra de amor, que lo es.
Le respondí a mi padre que no hacía falta, que nosotras ya teníamos previsto que nos hicieran hueco en la tumba de la tía abuela Julia; a fin de cuentas si me he hecho responsable de su casa y algún día será mi hogar, lo suyo es que igualmente me haga responsable de su tumba y que algún día sea también la mía.
Mi guapa incluso ha elegido un epitafio para las dos, una cita de Gianni Rodari: «Un cuento nace de un binomio fantástico». Justo hoy comentábamos si convendría o no poner el nombre del autor del epitafio en la misma lápida y si no llevaría a confusión y alguien pensaría que allí, en un pueblo perdido de Soria de 20 habitantes (Nuri, eso no es verdad, nos hemos contado y somos 42, dirían las señoras del pueblo) está enterrado un tal Rodari.
Me cae bien Isabel Bono porque si ella le dedica un post a un teléfono móvil, yo le dedico un post a un hervidor de agua o a un microondas. Y no me equivocaba en un apunte de aquel escrito, cuando nos miramos mi hermano mayor y yo, sin saber entonces nada del tumor: el microondas, incluso el más barato de todos, ha sobrevivido a mi padre.
Escribo ahora desde un piso nuevo, impersonal, un lugar de paso que me presta mi hermano mayor. Hace dos semanas hemos dejado las cenizas de mi padre en este piso junto a unas plantas, en espera de llevarlas al pueblo. No es un mal sitio. Le da la luz y parece un pequeño jardín.
Bromeé con él cuando me hizo el más inesperado y mejor regalo por mi cumpleaños, en febrero. «Hija, tu padre tiene ideas», solía decir muy solemne. Y eso hizo el día de mi cumpleaños: «mira, he tenido una idea para tu regalo y lo quiero anunciar ahora que estamos todos: mi regalo es que dejo que me incineréis». «Por fin», pensé. Era una de las cosas de las que solíamos hablar. «Mira, que si te enterramos de cuerpo presente y luego la mamá se muere pronto, no la vamos a poder enterrar ahí, porque tiene que pasar un tiempo, y serías un egoísta. Tú ahí con tus suegros y ella sin poderse enterrar con sus padres». «Ya, pero es que si me despierto en el horno porque no estoy muerto, ¿qué?». «No te preocupes, que yo me aseguro y te pincho con un tenedor antes». Su cambio de opinión como regalo me sorprendió, pero tampoco mucho, porque de mi padre siempre podíamos esperar cualquier cosa. Le di las gracias con normalidad porque realmente era un regalazo y seguimos comiendo bizcocho.
— Si quieres luego las guardo en el horno —le dije, medio en broma, medio en serio, unos días después.
— Hombre, en el horno ya van a estar, jajaja.
— No digo ese horno. Me refiero al nuestro, el de casa.
— Oye, pues tampoco es mala idea y cabemos todos… —mi padre se paró un poco a sopesarlo— pero no, mira, mejor en el cementerio que así me puede ver más gente.
El horno siempre estuvo sellado a cal y canto, pero hace unos años le pedí a mi padre que lo abriéramos, por si había un muerto dentro. Me angustiaba esa idea desde que al arreglar el tejado de la iglesia de un pueblo cercano encontraron un esqueleto entre las vigas, de lo que parecía un crimen ya totalmente prescrito. Nuestra casa había sido una antigua panadería y aún conservamos en la planta baja un horno de adobe como una habitación de grande (nadie imagina cómo de grande es), que yo fantaseo con convertir en un rincón de lectura y en el que mi padre una vez pensó poner un dormitorio, pero desistió de la idea porque no quería abrir una puerta y entrar a gatas por la puerta original no lo veía claro. No, no había un muerto dentro.
Más tarde tuvo otra ocurrencia, que fue la de coleccionar puertas y querer usarlas a modo de pladur para cubrir la pared de la leñera y tapar así las imperfecciones. Las quería poner tal cual, sin quitar los pomos ni nada. La habitación de las mil puertas podría ser una instalación artística en cualquier museo. Ahora he heredado un montón de puertas de los años 70 del piso de Basauri (de esas con cristales amarillos que parecen un mosaico formado por culos de botellas) que luego pasaron por Vitoria y que acabaron en la cochera de un pueblo de Soria, junto a más puertas viejas, de esas acolchadas, y otras puertas de madera, algunas incluso antiguas.
«Mientras velamos un cuerpo, incluso mientras guardamos sus cenizas en el altillo, creemos que esa persona sigue con nosotros. El momento en el que nos despedimos o, más bien, nos desprendemos de lo que sea que quede de esa persona a la que quisimos, caemos en la cuenta de ese “no somos nada” y todos sus etcéteras. Caemos en la cuenta y caemos en un laberinto extraño porque somos humanos, humanos a los que nadie ha enseñado que la muerte es algo normal, mucho más normal que la vida. Lo raro es vivir, se titulaba aquel libro de Martín Gaite, ¿te acuerdas? Lo raro es vivir. Si tuviera que tatuarme una frase sería esa. Si te fijas, el problema nunca es la muerte, es la manera de morir […] Si cada uno de nosotros muriéramos serenamente en nuestro lugar favorito, la muerte no nos preocuparía. Moriríamos conformes, la muerte dejaría de ser un problema. No nos enseñan a morir».
Esto lo escribe Isabel Bono en boca de Amalia en esa página 115. Y yo pienso en mi padre, que murió en un suspiro, sin un dolor y acompañado hasta el final, el 22 de mayo, 10 días después de celebrar su cumpleaños, sin que en el hospital se explicaran cómo había llegado hasta esa fecha tras un ictus y un mini-infarto repentinos que no esperábamos. El día de su cumpleaños yo ponía globos y unas guirnaldas en su habitación mientras mi madre por teléfono me explicaba que ya estaba todo el tema de la tumba resuelto y que lo podríamos enterrar como él quería, donde mis abuelos. Yo: «Ama, por favor, que todavía está vivo y cumpliendo años». Mi madre: «Bueno, pero poco». Mi padre ese día estuvo muy animado, todas las auxiliares y enfermeras le felicitaban y hasta dio palmas al ver el pastel y sopló las velas con forma de 89, después que todos, cuando ya estaban apagadas, a su ritmo.
Pienso en los amigos de mi padre, de los que nos hemos enterado que se fue despidiendo a su manera, invitándolos a unos vinos y diciéndoles que no hacía falta que vinieran al funeral, que mejor los invitaba a una ronda y lo celebraban así.
Y pienso en mi madre, en el día que recogimos las cenizas y que en uno de esos momentos de pragmatismo absoluto que la definen, ya que el Mercadona está justo entre el tanatorio y nuestra casa, pidió a mi hermano que parara allí para hacer la compra, que hoy llevábamos coche y podíamos cargar peso. Pero una vez allí, le dio como apuro dejar a mi padre (sus cenizas) aparcado solo, y entonces mi guapa y yo nos ofrecimos a quedarnos «con él» y allí estábamos las dos, hablando de nuestras cosas sentadas en el asiento de atrás en un parking del Mercadona mientras la urna de mi padre ocupaba el asiento delantero, porque al final todo se entremezcla y vida y muerte son la misma cosa.